Ya se sabe que cuando a los gurús del guión les da por uno,
no hay quien los saque de los mismo ejemplos. Y Robert McKey, en su libro “El
guión”, destripa constantemente el de este film, ganador del Oscar en 1980, escrito por Alvin Sargent, y
basado en la novela de Judit Guest. Por eso me decidí finalmente por verla, y
me he encontrado con un peliculón de los que te marcan. Por dos cuestiones: por
su sensible e inquietante tratamiento de la depresión y la insana relación madre-hijo
que dibuja.
En el cine hemos visto esposas adúlteras, esposas que abandonan
hogares e hijos, aunque luego vuelvan para pedir su custodia (Kramer vs. Kramer, Robert Benton, 1979)
madres sobreprotectoras hasta la psicosis y hasta alguna aberración escalofriante
(Los Límites del silencio, Tom McLoughlin, 2001) en esa relación madre-hijos.
Pero entre todos los conflictos imaginables, los más manidos y los más
originales, el cine, como la sociedad, apenas ha osado cuestionar lo
incuestionable: el amor de una madre por sus hijos. Pero ¿qué pasa cuando una
madre no quiere a su hijo, no le escucha, prácticamente le ignora, pero ni
siquiera tiene agallas para decirle a la cara que no siente por él más que
rencor? ¿Qué pasa cuando ese hijo tiene problemas psicológicos y necesita el
apoyo de sus padres, y su madre se comporta como esa chica a la que queremos
acercarnos pero que no nos hace demasiado caso, y se limita a intercambiar
algunas frases por compromiso? ¿Qué pasa cuando una madre, sencillamente, no
ejerce de madre? Pues pasa que tenemos un conflictazo, un personaje odioso (un
caramelo que se come Mary Tyler Moore), uno de los polos de una de las
relaciones más dolorosas e inquietantes que he visto nunca en la gran pantalla.
Una relación que en cierto sentido, nada tiene de corriente.
Y sin embargo, el título del primer film como director de
Robert Redford (posiblemente el mejor) es una declaración de intenciones: en
efecto, no estamos ante un melodrama maniqueo, sino ante un drama real, sobre
gente imperfecta, sobre animales heridos.
La interpretación de un joven Timothy Hutton (que le valió un Oscar) encarnando a Conrad, el
adolescente atormentado por la muerte de su hermano (de la que se siente
culpable) es, sencillamente, escalofriante. Por su parte, Donald Sutherland y
Mary Tyler Moore como los padres, están espléndidos. Él es Calvin, un buen
hombre, un trozo de pan que lo único que quiere es mantener a su familia unida.
Ella es Beth, una mujer dura y fría como el acero, que apenas oculta su
resentimiento hacia Conrad por la muerte de su primogénito.
Aunque quizá peca de obvia o exagerada en algún momento a la
hora de dibujar el desencuentro madre-hijo, el film tiene escenas que (será que
por alguna cuestión me ha tocado la fibra) dan más miedo que las pelis de
miedo: ese momento descaradamente incómodo entre Beth y su hijo cuando Calvin se
empeña en hacerles una foto juntos, esas conversaciones (cuando no están
discutiendo) también incómodas y dolorosamente triviales que reflejan ese total
desencuentro. “Simplemente, no conectamos”, dice Conrad. Yo ya había conectado
por siempre con este dramón cuyo final te deja tan frío como aliviado, y que ya forma parte de mi filmoteca.
Recomendable 100%.
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