20/12/11

El Barça y el heroe inhumano: cuando la perfección aburre


No soy freak de los cómics, pero siempre me ha gustado Batman, por ese lado oscuro, por ese espíritu traumatizado y esa fragilidad tan romántica del superhéroe de Gotham. También soy culé, y vaya por delante que estoy disfrutando de este momento dulce, pero hace tiempo que me viene inquietando algo a raíz de tanta victoria, tanto espectáculo y tanto título.

El Barça siempre me se me había antojado un poco como Batman: un superheroe romántico y frágil, capaz de lo mejor (Wembley'92) y de lo peor (Tokio'92, Atenas'94), trágicamente amarrado a un destino fatal, a la necesidad genética de jugar bonito para ganar, o en su defecto, perder siendo fiel al propio estilo. Una suerte de romanticismo futbolístico en tiempos de fútbol práctico y resultadismo. Un heroe acostumbrado a recibir golpes en su orgullo, acostumbrado a caerse, pero también a levantarse con estilo. Un superheroe redondo, con sus puntos fuertes, pero también con su talón de Aquiles, con su propio trauma: la escasez de títulos contantes y sonantes en sus vitrinas, la soledad de su única (y gracias) Copa de Europa, frente a las seis (más tarde nueve) de su eterno rival.

Aunque la memoria periodística suele ser corta, el manejo virtuoso del balón del que hace gala el Barça no lo ha inventado Guardiola: el Barça siempre se ha distinguido por su excelente trato del esférico y una capacidad única para combinar en corto. Sin embargo, como decía, también ha tenido siempre sus puntos flacos: aparte de que los catenaccios eran su particular "kriptonita", el Barça que yo recuerdo (de Cruyff hasta hoy) siempre se había caracterizado por la fragilidad defensiva, la endeblez física y cierta falta de competitividad que transmitía al aficionado culé (al menos a mí) la sensación de que su equipo salía al campo "con la flor en la mano", y que no daba la talla en los momentos importantes. Un complejo heredado de la Holanda del 74, la naranja mecánica de Cruyff, que no ganó nada a pesar de llegar a dos finales de un mundial y maravillar al mundo con su fútbol. Quizá el Barça no tuviese la solera y el tronío de otros, pero tenía cierta virtud heroica y la sufrida sensación de que el fútbol estaba en deuda con nosotros. Vaya, un poco como la selección española hasta hace tres años.

Ser culé siempre había sido sinónimo de sufridor, de patimenta (sufrimiento). Sin embargo, el equipo de Guardiola está cambiando eso. Porque a su cada vez más virtuoso trato del balón, ha ido añadiendo cada día más intensidad, más músculo (sobre todo defensivo) y más competitividad. Y, más allá de los títulos, más allá de las victorias, y un poco más acá de estar transformando el paradigma futbolístico mundial (como lo hiciera también la naranja mecánica), lo que también está cambiando este Barça me da la sensación, es la mentalidad culé. Y es que estos chicos no solo están pulverizando records, también están pulverizando el eterno fatalismo blaugrana, del que las nuevas generaciones tendrán que oír hablar o leer en los libros. El culerismo está entrando, por así decirlo, en otra dimensión, en la que ya se puede codear, por títulos y no sólo por sensaciones, con los grandes de Europa. Porque hoy en día es muy agradecido (y muy fácil) ser culé. Pero eso, como todo tiene su lado negativo.


Debo confesar que a veces, yo también me aburro viendo al Barça. Me sucede como cuando veo una de esas pelis de acción de hoy en día, en la que el prota, el héroe, es prácticamente perfecto. Ese prota a lo Vin Diesel o Jason Statham que pelea como Bruce Lee y Jackie Chan juntos, dispara como Rambo, conduce como Bullit, es hábil con los ordenadores como Ethan Hunt e inteligente como Jason Bourne. O sea, aburridísmo. Un héroe por el que uno, sencillamente, no puede sufrir, porque es tan perfecto que no parece humano. Y eso es lo que pasa con el equipo culé: el Barça aburre porque no tiene rival. No es que el bueno casi siempre gane (que eso, al menos en el cine, ha sido así de toda la vida), es que uno ya ni siquiera sufre por él. Al menos, hoy por hoy, por más prisa que tengan algunos (año tras año) en afirmar que su eterno antagonista está a su nivel. Sí, quizá el villano de turno (siguiendo con el símil, que nadie se ofenda), en uno de los pocos giros interesantes del guión, consiga hacerle algún rasguño o incluso derrotarle en cierto momento de la película , y el héroe deba volver a su batcueva a reponerse de sus heridas. Pero, inmediatamente, regresa más fuerte que nunca y se vuelve a restablecer el aburrido (des)equilibrio. Es como si Guardiola hubiese cogido a Batman, lo hubiera metido en el diván, y le hubiese quitado su atractivo y magnético trauma.

Al final, cada previa del partido del siglo, o de cada final como la del domingo, con sus despliegues informativos y sus caldeados debates previos, acaba siendo como una de esas inchadas campañas de promoción antes del gran estreno cinematográfico de turno (de MI4, por poner un ejemplo actual): un megatrailer de una esperada película que sin embargo, siempre me acaba defraudando, porque a pesar del virtuosismo técnico en la realización, a pesar del ritmo trepidante y de la belleza de la puesta en escena, falta lo esencial: la emoción, la sensación de sufrimiento por el héroe, por el propio equipo. Cuando el héroe destroza al villano y ni siquiera se lleva un rasguño, como sucedió el domingo, la película resulta tremendamente aburrida. Y entonces, a este espectador le gustaría hacer suyo el anuncio que leyó una vez, firmado por los mismos que dicen que el héroe va de sobrao. "Cosas veredes..."

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